Pintando en Braille - Nicolás de la Hoz


Por Gonzalo Márquez Cristo

En una obra donde el silencio reina, el artista cartagenero forjador de un alto misterio cromático se adentra en nuestra geología sensible. Las inquietantes atmósferas de sus creaciones, los hombres y mujeres acompañados por ruinosos objetos que crean un extraño mundo de tiempos alterados, nos arrastran a un ámbito distante del trópico que vio nacer a su hacedor, pues sus escenificaciones casi nunca advienen del insomne verano del Caribe, sino de la extranjera patria del sueño, de un lugar testimoniado por océanos gélidos y máquinas en desuso. 
Los objetos pintados por De la Hoz poseen un protagonismo irrebatible. Los barcos centenarios, los aviones DC-3 y los biplanos de la Primera Guerra, los Zepelines que se muestran como la encarnación contemporánea de Ícaro, los semáforos provistos del poder orientador del destino, y otros elementos que alteran nuestra cotidianidad como automóviles vetustos y patinadas campanas, imponen una presencia radical en sus pinturas. Y si estos engendros metálicos son tan significativos en su arte, también encuentran su expresión aquellos techos añosos, las paredes devastadas por la humedad, los engranajes de estructuras obsoletas, las pruebas de una cultura que atestigua el sospechoso paso del hombre sobre la Tierra.
Las cosas aquí —más que vigías— son fuerzas determinantes de un tiempo que nos define, inventos de una civilización tiránica que aún ignora cómo reemplazar algunas primitivas y magníficas herramientas, pues el hombre de esta interminable Edad del Metal no renuncia aún a sus originarias imágenes poéticas y tampoco a su soledad, ni a su cada vez más humilde esplendor. Una bella copa de plata martillada frente a un muro con grafitis, una rueda de bicicleta sobre un piso agrietado y una pequeña semilla magnificada por su apariencia pétrea, pueden dar testimonio de ello.
El espléndido uso de colores antinómicos (amarillo y azul, naranja y violeta) en varias de sus pinturas, y el innegable sello de una imaginación que bebió aguas surrealistas nos conducen por los senderos del instinto que fraguan al artista verdadero.
Sus casas desoladas frente al mar, revelan que el pintor realiza su prestidigitación al emprender la pugna entre el azul y el ocre, y en el extraño movimiento que somete nuestra percepción. La búsqueda de formas clásicas en De la Hoz siempre es derruida por la audacia de su color o por un artificio de perspectiva. Las composiciones adquieren el suspenso de la predestinación, sus figuras aguardan en su sosiego una epifanía y todos sus perros afelpados parecen estar esperando a Ulises. Los diversos planos que utiliza en forma tan armónica nos hacen víctimas de una composición trucada, necesaria para que su pintura encuentre el poderío de esa música sin notas propuesta al comienzo.
¿Cómo revelar una obra que, como la poesía, interpreta el silencio? ¿Qué signos debemos esgrimir para asediar unas imágenes que surgen de una pulsión tan entrañable? ¿Es el pasado aquello que comunica De la Hoz con sus máquinas oxidadas y sus aviones antiguos, o es el futuro de unos seres humildes que pese a sus realidades escindidas nunca pueden salir de sí mismos?
El artista plasma aquello que los hombres del Siglo de las Luces creían que sería nuestro tiempo, pinta las máquinas realizadas en el siglo XX por los soñadores del pasado —e incluso de la antigüedad—, protegido por la sencilla e infalible intuición de lo poético.
¿En dónde ocurren sus cuadros? ¿Por qué a pesar de las formas que persigue nunca resulta anacrónico, sino que aflora como un caso intemporal y singular en el corpus estético de nuestra América Latina?
Aislado como un eremita, este artista de culto cuya dolorosa contienda con la obra la resuelve muchas veces por la vía de la incineración, pareciera ser el inventor de un sueño aún no sucedido, de un acontecimiento vislumbrado en otra evasiva existencia, que sólo logra plasmar haciéndose contemporáneo de Rembrandt.
Pues más que un tiempo recobrado por los sortilegios de la literatura —como lo soñaba Proust— es el pasado fluyendo hacia nosotros con sus bellos monstruos metálicos, el que se rebela en sus lienzos. O para ser más exactos: es la antigüedad del porvenir, aquello aquí transmitido.
Cuando el contemplador se aproxima a una de sus telas, lo primero que descubre después de la fuerza de un dibujo excepcional, son sus refinadas texturas, que parecen hechas por las sutiles fauces del tiempo, o con delicadas redes que insinúan la idea de que De la Hoz inventó la pintura en Braille. Por eso sólo quienes ven sus cuadros personalmente —y no en reproducciones— sienten cómo se fija en la visión aquel cúmulo de matices que podría expresarnos el tacto y asisten a una de las escasas ocasiones en que un artista ha creado esencialmente una pintura para ciegos. No una obra hecha para ser palpada —lo cual sería ingenuo—, sino pintada a partir del tacto, de la sensación que tendría que producir un determinado color o una imagen en las yemas de los dedos si nos fuese legado el milagro de la sinestesia. Y es entonces cuando el erotismo que alienta el matiz y sus texturas, y tantas veces sus vívidos cuerpos femeninos, se presenta en todo su furor y nos hace sentir el poderoso latido de su imaginería creativa.
La persistencia para hallar el espíritu del gris, el color como la piel escamada del cruento acaecer; la sombra como una devoradora de realidad, construyen un universo fascinante. La pintura, en su conquista tridimensional es —en algunos de sus cuadros— puesta en entredicho por grafismos, por círculos de acercamiento como lo hiciera Francis Bacon, que evocan la tiranía de las dos dimensiones de la cual jamás escapará este arte inmemorial.
Los seres humanos representados de espaldas —quienes jamás observan al espectador en sus óleos sino que se adentran en cada uno de sus escenarios propuestos—, fundan un distanciamiento inexorable, pues estas figuras no sospechan que son vistas, y son espiadas en su más íntima realidad, sugiriendo allí algo que el autor quiere postular: una fuerza casi religiosa que invade sus invenciones cromáticas.
Ante varias de sus obras —como La mujer caracol—, aquellos que hemos tenido la suerte de contemplarlas con los extremos iluminados de los dedos, según la gramática propuesta, pasando de la rugosidad de las paredes a la estremecida piel de la mujer que pinta un piso anaranjado, así como en otra de sus más logradas creaciones —esa máscara sin ojos realizada en láminas de vidrio que otea un cielo imposible— podemos corroborar que: “El artista crea misteriosamente la verdadera obra por vía mística”, como lo aseveraba Kandinsky, que es el entronizado sacerdote de la belleza, y que ésta no radica en los artilugios inherentes a su ejercicio creativo, sino en lo más convulso de su tierra interior.

Nicolás De la Hoz. Estudió dibujo y pintura con David Manzur. Sus últimas exposiciones individuales fueron realizadas en Galería Alfred Wild (2002); Galería Alonso Arte (2001); Consulado General de Colombia (2000); Galería Arte Consult y Galería Alonso Arte (1994); Galería Valenzuela & Klenner (1990). En 1996 obtuvo la beca Artes Gráficas Panamericanas de Smurfit Cartón de Colombia y en 1992 la beca The Pollock - Krasner Foundation en New York.