Entrevista con Mario Vargas Llosa, Cali


No hemos accedido al erotismo (Fragmento)
Por Gonzalo Márquez Cristo 
Nació en Arequipa, Perú, en 1936. Uno de los escritores más reconocidos del orbe. Estudió Literatura en la Universidad de San Marcos. De gran precocidad, publicó su primera obra, Los jefes (1959), a los veintitrés años, y con La ciudad y los perros (1962) obtuvo el Premio Biblioteca Breve, que sería la apertura del movimiento que se llamaría Boom Latinoamericano.
Autor de más de 50 libros entre los que resaltamos: La casa verde (1966), Premio Rómulo Gallegos en 1967, Los cachorros (1967), Conversación en la catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977), La guerra del fin del mundo (1981),¿Quién mató a Palomino Moreno? (1986), El hablador (1987), Elogio de la madrastra (1988), Lituma en Los Andes (1993) con la que obtendría el Premio Planeta; Los cuadernos de don Rigoberto (1997), La fiesta del Chivo (2000), El paraíso en las otras esquinas (2003) y Travesuras de la niña mala (2006). Ha publicado además los ensayos: García Márquez: historia de un deicidio (1971), La orgía perpetua (1975), La verdad de las mentiras (1990), El lenguaje de la pasión (2001) y Sables y utopías (2009); y ocho obras de teatro.
Ha recibido doctorados Honoris Causa otorgados por Harvard, San Marcos, Oxford y Sorbona. El Premio Príncipe de Asturias en 1986 y el Cervantes en 1994.
En el diálogo sostenido en Cali, Vargas Llosa retrata a sus compañeros del Boom, lanza una contundente crítica contra la televisión y profundiza en las aguas agitadas del erotismo, uno de los temas más recurrentes de su profusa carrera literaria.
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Debido a que en Bogotá fue imposible pactar la entrevista por el cerrojo oficial desplegado para el escritor peruano, los cinco integrantes del programa televisivo Letra Viva viajamos a Cali con el ineludible propósito de confrontarlo antes de su salida del país.
El casi inconseguible encuentro se produciría en el verde espacio del club Campestre, después de un almuerzo que tenía programado Vargas Llosa con varias personalidades de la cultura local. El día previsto llegamos puntuales e instalamos las cámaras en el sitio elegido por nuestro realizador Oskar Sarmiento y nos entregamos a esperar al asediado novelista con una ansiedad que iba in crescendo. Tres horas después y a pesar de que enviamos varias veces emisarios a indagar sobre el desarrollo del festín aún esperábamos infructuosamente a nuestro personaje que se debatía entre el postre y el café. Sin embargo cuando ya estábamos próximos al desfallecimiento, con incisiva hambre y algo enojados por el canicular día, advertimos que la comitiva abandonaba estrepitosamente el recinto y se dirigía en nuestra búsqueda. En ese preciso momento comenzamos a grabar. Vargas Llosa fue acercándose saludando a cada uno de los integrantes del equipo y mientras lo "alambraban" lo abordé señalándole su puesto minuciosamente preparado para la conversación. Acomodándose me preguntó con voz estentórea: «¿De qué vamos a hablar?»
. Le respondí sin dubitación: «De erotismo». Él replicó entonces que le agradaría incluir una pregunta sobre nuestra realidad política latinoamericana, pero no accedí a su petición, inalterable por la fuerza que me concedía mi famélico estado. Ante mi negativa Vargas Llosa agregó cortante que nos concedería apenas veinte minutos pues tenía una agenda desmedida.
Comenzamos de inmediato; la entrevista se prolongó por 75 minutos y fue elevada posteriormente a un documental de media hora, y emitida en un horario de amplia sintonía en dos ocasiones, ante el escándalo de la teleaudiencia que vería al iniciar el programa una recreación de la perversa novela El elogio de la madrastra, donde un niño de doce años besaba ardientemente a una actriz chilena invitada al Festival de Arte de Cali. Quienes participamos en la grabación de dicha escena —que abriría la entrevista televisiva— jamás olvidaremos la euforia de aquel infante ante la necesidad de repetir las tomas que concluían siempre en el ardiente beso del saludo, seguro de que pocos tenían como él la suerte de iniciar la adolescencia con una opción tan ventajosa frente a una mujer de perturbadora belleza. Sobra decir que aquel improvisado actorcillo se convertiría desde esa ocasión en su más ferviente adorador en la ciudad de las Tres Cruces y que en su momento recibiríamos llamadas donde era categórica su intención de agotar —como pocos se lo han propuesto en la Tierra— las páginas de la voluminosa obra del escritor arequipeño.
Semanas después de la emisión de la entrevista, la versión escrita sería publicada en otros medios y fueron numerosos los lectores que lanzaron sus agravios contra la afirmación de Vargas Llosa de que en América Latina «no hemos accedido aún al erotismo», lo cual para muchos recursivos amantes de nuestro continente se convirtió en más que un agravio, en una herida radical.
A continuación se transcribe la mencionada contienda periodística.
Hace algunos años el escritor chileno José Donoso hizo en Bogotá unos breves retratos de los integrantes de Boom; dijo que Cortázar era un personaje de aficiones extrañas, que Sábato se disgustaba si cada cinco minutos no hablaban de él, y lo definió a usted como el atleta de las letras...
—Es verdad... La disciplina me la he impuesto como único camino para poder escribir; el oficio de novelar exige todo mi rigor... Y si puedo adicionar algo a las sucintas definiciones de Donoso podría realizar un rápido rostro del Cortázar que conocí al llegar a París. Era efectivamente una persona que tenía un mundo propio, secreto, al que nunca podían acceder los amigos. Mantenía siempre una distancia. Era cortés, cordial, pero preservaba su intimidad. Era un hombre lleno de curiosidades. Recuerdo que una vez me llevó a un congreso de brujas en la Mutualité. Adivinadoras, palmistas, lectoras de los restos del café y otras variedades de la magia. Un congreso que a mí me aburrió mucho, pero a él lo hechizó. Tenía pasión por todo lo marginal, lo extravagante, lo que rompía la normalidad. Ese era un mundo que lo fascinaba. El universo de la fantasía en cierta forma, que fue siempre el mundo suyo. Lo interesante en Cortázar es que compartía una actitud muy refinada intelectualmente con la visión de uno de los hombres más parados sobre la tierra que he conocido, con un gran amor a la vida material y a las pequeñas cosas. Una persona muy generosa, fraterna, especialmente con los jóvenes; que cambió de personalidad de manera sorprendente, extraordinaria, cuando ya tenía sesenta años. Yo lo había conocido viviendo para adentro y de repente se volvió un ser abierto, comenzó a vivir en la calle, a participar del mundo de todos los hombres, realizando un cambio de personalidad muy interesante al final de su vida.
En aquella conversación Donoso se declaró hipocondríaco manifestando que también lo era Sábato, e incluso García Márquez...
—Donoso cultivaba la hipocondría como una gran excentricidad, creo que lo deleitaba o lo divertía profundamente. Por otra parte es el hombre más literario que he conocido. En realidad vivía en la literatura. Los gestos, los dichos, las decisiones que tomaba... Todo tenía que ver con su gran pasión. Se amoldaba a ciertos esquemas que eran patrones artísticos. Fuimos muy amigos y era muy difícil hablar con él de algo que no fuera literatura o no terminara siéndolo. En cuanto a Sábato, lo conozco, lo he leído, pero nunca estuvimos demasiado cerca...
¿Por qué La ciudad y los perrosEl elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto, así como varios cuentos de Cortázar y esa magistral novela de Donoso titulada Casa de Campo, están tan determinadas por la infancia?
—Yo pienso que eso ocurre con los escritores que han vivido en su niñez o en su juventud experiencias definitivas, eventos que se han convertido después en la más grande cantera para su escritura. Es mi caso. Las experiencias más importantes que he tenido como escritor, las que me han suscitado más historias, más personajes, las viví en mi infancia y mi adolescencia, por eso vuelvo tanto a esa época no sólo de mi vida sino de mi país, o del mundo en el que yo crecí; como le ocurría también a Cortázar y a Donoso. La única patria del hombre es la infancia, decía Rilke.
Un componente esencial de algunas de sus obras es el melodrama, del que se ha dicho que es la vulgar decadencia de la tragedia...
—El melodrama forma parte de la idiosincrasia latinoamericana. Nosotros nos hemos formado oyendo historias lacrimosas, recurriendo a tópicos gastados, a clichés sórdidos, desmedidos, exagerados, a una sentimentalidad, un vocabulario y también una imaginación que debe mucho a esa formación truculenta que se expresa en la música que nos gusta, en las historias que nos conmueven, también en los adjetivos, en los gestos y desplantes que conforman nuestra vida. El melodrama nos expresa. Somos eso, no sólo eso, pero eso también.
Cortázar planteó que la literatura latinoamericana jamás había accedido al erotismo, sin embargo después de la aparición de su libro El elogio de la madrastra y de Crónica de la intervención de Juan García Ponce, ¿se puede decir que ya lo hemos asimilado con la eficacia perturbadora de Bataille o de Pierre Klossowski?
—El erotismo tiene que ver con un estadio de la civilización, del desarrollo cultural de una sociedad, y no florece en ningún pueblo o sociedad primitiva, porque requiere de una fase avanzada en la cual el amor se haya enriquecido a través de rituales y ceremonias, de una enorme influencia literaria y artística. Sin estos contextos no puede surgir. Existe el amor, la cópula, la reproducción, el placer físico, pero el erotismo con su rito creativo, es un estadio de la civilización que a América Latina llega por raptos, por rachas, y creo que todavía no hemos accedido a él; además tampoco está garantizado que todas las culturas puedan hacerlo. Para lograrlo se requeriría de un cierto ejercicio de la libertad política e intelectual, también de la independencia frente a la religión; ingredientes que en mi concepto irrumpen dentro del contexto de lo que es una literatura o un ars eroticus.
Recuerdo una frase de su novela Los cuadernos de don Rigoberto: «Gracias a los colegios de monjas el mundo está lleno de Mesalinas...»
—Roger Vailland, un escritor francés que vivió la segunda parte de su vida obsesionado por el universo de lo erótico, decía que éste era inconcebible sin los colegios de monjas, sin la religión y mucho más concretamente sin la católica, fuente inagotable de imágenes y ritos eróticos. Y como para acceder a él se requiere de la ruptura de un tabú, del juego de infringir una prohibición, en ese sentido la religión ofrece innumerables tabúes e interdictos que a partir de cierta evolución de la mente o de la cultura, pueden convertirse en grandes estímulos eróticos.
En su obra existen con frecuencia homenajes a pintores como Klimt, Egon Schiele, Picasso...
—Después de la literatura la pintura es lo que más me gusta. He tratado de reflejar ese amor en varios libros como en El elogio de la madrastra donde la pintura es realmente una protagonista de la historia. Me fascina este universo como ficción, como creación de un mundo aparte. Busco a los pintores que inquietan, que son capaces de crear un universo propio y estimulante para refugiarse en él, escapando de este. Es el caso de Egon Schiele a quien yo he tratado de rendir homenaje en dos de mis novelas... Y uno de mis proyectos es terminar un ensayo sobre George Grosz: expresionista alemán que vivió el momento más alto de creatividad durante la década del veinte en Berlín. Fue también caricaturista y artista gráfico de enorme beligerancia, de una gran violencia creativa, que dio cuenta de toda la problemática de su tiempo... Son artistas de esta línea los que a mí me impresionan más.

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© Gonzalo Márquez Cristo