Ritual de Títeres - Capítulo I (Novela)

Fotografía del autor: Indira Restrepo

ALBORADAS
Primera convergencia en la ruta

Una semilla de muerte engendra tus visiones... Peregrina de la permanencia abstengo mi sombra. El miedo —injerto en el árbol de la sangre— inicia su fiesta de sonámbulos y es tiempo de seguir lunas equívocas.
—Soy puerta: comienzo y fin. Tengo un rostro para lo visible, otro para lo invisible... 
Dices para sorprenderme. No temes la vergüenza: suicidio sin cadáver... Buscas la guía para desandar el camino de la noche: un lector del fuego, la mujer que se aprovecha del sol en el ocaso, una aparición continua... Entonces me oculto entre los párpados si advierto que incendias la palabra. 
—La vida vendrá: fui robado por la luz.
El rapto es diurno en un reino de perdidos... El primer rayo se congela en los más íntimos espejos e inicias el trabajo del abismo. 
Ahora surge el alarido interior. Prolongas el origen descendiendo por meandros donde la roja araña del pecho conoce su fin. Crees en la aventura del lenguaje y la hoz fundadora de la risa. Intentas domeñar lo inesperado, concertar el enigma, y me centras en el mediodía de tus ojos esperando el signo de las crueles dádivas. Hoy conduzco el carrusel de los silencios: su poder de acercamiento, de rechazo. Este temor perturba: origina... y quizá exista en el aleteo de mi boca la respuesta que sea pájaro de agua, porque algo acecha en el lago impasible del reloj y pronto la noche será mi simulacro. 
El mito fatal del doble se explica con amantes, ellos aprovechan tácticas siniestras o inventan una ventana de lluvia, los círculos de la carcajada divina, la ceremonia de sed que alimenta el espejismo.
—Se reconoce que toda perfección es imposible sin la muerte: aún dispongo de la nada. Y no podrás acceder. Los dioses son aniquilados con la risa pero tú provocarías el llanto demoníaco. La caída constelada...
Afirmo recién nacida, anterior al pasado. Huye la memoria: dominio del grito, y mi olvido se libera. Al adquirir un nombre invisible bebo el instante —gota donde me refugio del tiempo— aunque el vaivén de la lengua marque nuestra hora.
No te confunde la señal austera que elegí: mi error era abrir los diques del lenguaje, ir más allá del monosílabo. Y conoces la pugna con lo incierto, la misión de arrancar palabras como costras. Tantas máscaras fundan nuestro miedo —gran desnudador— pero detrás de ellas estoy inerme, está la piel que se crispa. En el centro del laberinto aguarda el victimario dando gritos que nadie escucha, aliado a su respiración... ¿De dónde renacerá lo sagrado?
Siento la llamada del agua, mi aventura se encuentra en tus quietudes. Vamos por calles bulliciosas: regresando. La serpiente de asfalto vibra bajo nuestros pies. Estoy cerca de mí, en el país del olvido me dejo guiar, me has descubierto. Eres un túnel que conduce al extremo en el cual estoy aguardándome. Te has propuesto realizar el rito de la semilla, un amanecer incesante: el tiempo que al fin se posa en las espaldas.
El fulgor juega con mis ojos. Aceptas la tragedia de suscitar la alborada de los rostros... Aquí donde solo son reales los fantasmas no buscas temas ni asedias con generalidades, hay esperanza en el misterio. Tus latidos entierran mis imágenes. Desde el principio esbozamos el prisma escogido para la otra persona, dibujamos el rostro que vas a conocer de ti, el que voy a conocer de mí: con la silueta de las aproximaciones pasadas, retiñendo los rasgos del tormento. Cada uno con ojos de vela y su cárcel de complacencias, intentando la exhibición para el espectador definitivo —el del espejo.
—Ya no es suficiente el olvido. Me habitué al temor —no a morir—, a frágiles y nuevos nacimientos... Te siento huir, pero no importa, la existencia está colmada de excesivos desamparos por un cielo cambiante. 
Comentas improvisando indiferencia; oscilo y me hallo lejos: dentro de mí, anclada en litorales íntimos. Ya espero el adiós sin reincidencia, la disolución del nudo de sensaciones y de imágenes. Quiero escapar. Busco la prisión de luz que inventa miedos, el río amordazador de los reflejos.
—Sólo quería ser el bufón preferido de la madre-muerte, de quien conoce el paraje de la noche. El punto donde se une el pasado con el futuro: el instante; y mírame, agónico…
Te proteges, te despliegas. Entiendes tanto de lugares comunes que no los evitas para amar. Los comienzos son enfrentamientos de ambigüedades y afirmaciones, roces y rechazos: los disfraces del alba. De recuerdos y deseos, olvidos y negativas explícitas. Un mundo enmascarado en el lenguaje, en los preceptos y sus nubes inmóviles: trinchera para los traductores del silencio.
—Mujer, no sueñas lo suficiente para ser tan triste, ¿aún buscas refugio en el dolor? Cuando te vi me dije: no me vulnera su apariencia, lo esencial es que no la conozco... aunque en este siglo alguien pretenda aún reconstruir a la belleza. 
Injurias mi vanidad. El oriente persiste en mí. Se impone un alto comercio de caras, nuestra época no representa un cambio de valores sino de temores. Sientes las puertas rotas de la sangre, el rayo mudo, el miedo feliz... Porque la vida habita en la costumbre quebrantada. Y mientras mi cabellera roba viento escucho tus intermitencias, tu avidez; conozco todos los nombres del olvido. 
—Que la salvación no sea como siempre un momento indescifrable, es mi clamor. En tiempos que dios ha sido expulsado por Adán del paraíso el rito es lo único opuesto a la muerte.
Dices cayendo en mi mirada. Rastreo la huella del latido, los pasos de lo innombrable. Debemos crear un interdicto que posibilite un alto escándalo, recordar que es fantasma quien sufre la rebelión de su sombra y proteger el peligro: los ciegos fronterizos, las señas del naufragio, el despojamiento del nombre, la renuncia que prepara sabidurías...
Desde el comienzo hay actos que se asignan para siempre: mi cuerpo será mano en la ventanilla de un tren; soy la que ejercita la partida. La ondulante. La que fluye. El agua de mi rostro es sed de quien colecciona gestos infinitos y esculpe mi estatua entre su sangre.
Avanzo. Camino mirando el asfalto de esta ciudad en ruinas. Aparecen de nuevo las calles trepidantes, ahora todos los relojes están adelantados. Una noche enseñé a mi corazón a latir, hoy el mundo me aleja, nos apartan las orillas, y si fuera necesario sacrificar presente por pasados... 
Yo me acuesto en el tiempo. ¿Cuántas veces volveré a perderte antes de encontrarte? ¿Cuántas seré veta de recuerdos y asesina de mi sombra?



Gonzalo Márquez Cristo
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