Por Carlos
Castillo Quintero
«Anoche
ocurrió todo, nuestro pueblo tiene un definitivo rostro sombrío». El tempestario
En un extremo del hilo un hombre
camina, trastabilla y cae. En el extremo opuesto otro se levanta, trastabilla y
camina. Los dos son el mismo, pero diferentes. Uno escribe, el otro edita. Uno
–atrapado por la sonrisa de aquella a quien ama– se postra en el altar de la
Catedral de Notre Dame, el otro se erige ante los senos de una muchacha que
pasa y a quien por varias semanas culpa de su extravío.
Un
engendro de imaginación poética, así llama el filósofo italiano Franco
Volpi a la novela que uno de los rostros de nuestro celebrado nigromante le
presenta. Un poema de doscientas cinco páginas, digo yo, en donde la acción es
imagen. Poesía-Narrativa... ¿A quién le importa? El oráculo funciona y Jano se
erige como señor absoluto en su mundo imaginario: Bogotá bohemia verbalizada
por un alucinado: los dioses han vuelto, serán nuestras víctimas, dice,
pero en su mesa la copa permanece vacía. Los fantasmas de la Carrera Trece ya
no se reflejan en los charcos de lluvia. Los dioses han muerto, eso lo sabe muy
bien Jano, sabe que la jaula tiene la forma de la mirada del pájaro. No
en vano en su Oscuro nacimiento una mujer desnuda se precipita en el
crepúsculo.
El
otro rostro, mientras tanto, emprende la alucinada tarea de rebuscar en las
canecas de basura. No en cualquiera, sino en la basura de los escritores. Los
sin editor. Los que no han querido o no han podido abrir el apetito de los
Conquistadores. Y contrapone a la banalidad y la farándula una preciosa
colección de Literatura: Los conjurados, esa Común presencia que
a todos nos acoge.
Y
a pesar de los buenos resultados, no se distrae de lo esencial: La extensión
de la soledad hace apenas visible la presa que huye, dice, escribe, repite.
Los versos de René Char caen sobre la mesa del café. Su mirada múltiple permite
el extravío. En mi principio, está mi final dejó dicho T.S. Eliot. Jano
lee el verso y se sorprende.
Jano
no cree en la memoria, a pesar de su testimonio. Los seres a quienes dedica su Ritual
de títeres son esos y son otros, simultáneamente, ataviados con la
impostura de un nombre, letras, letras, letras… es decir alimento para el ávido
que Con-fabula, el que se expone, el que reivindica el Nirvana tendido en la
línea del espejo. La ebriedad que exhala un lejano jardín, la infancia, la
campiña boyacense, la recia presencia de la sangre que todavía jala, pero con
respeto: Cada cuerpo tiene su noche, pero yo cuido mis interrogantes: ¿Los
prestidigitadores de lo sexual hallarán su equilibrio?, pregunta Jano, pero
no aguarda por las respuestas.
El
horizonte es otra batalla: la de las hembras U´wa, la de Ian el alpinista que
ha decidido –una vez más– escalar el escabroso pico que los nativos llaman
Cabeza de Venado, la de uno de los genios heréticos que se rebelaron contra el
Gran Soleimán y con argucias de aprendiz ha tallado un diamante y lo ha
titulado: La palabra liberada, para que tú, desprevenido lector,
transmigres a su lugar de condenado.
Jano,
dios de las puertas, los comienzos y los finales. Hombre encarnado en un dios
encarnado en un hombre hecho de palabras: Gonzalo Márquez Cristo.
Aquí
mi tributo, mi celebración, ahora que nuestro pueblo tiene un definitivo
rostro sombrío.