Apocalipsis de la Rosa (Poesía, 1988): Comentarios

Textos de la contraportada de la 2a. Edición
Apocalipsis de la Rosa me parece un valioso ejemplo de lo que debe ser la poesía... Me atrae especialmente su sentido de los contrastes fundamentales, su pacto con la sorpresa, la contención del lenguaje, la natural osadía para atravesar los límites, la proyección de silencio que hay en sus palabras, el modo de buscar la videncia iluminadora y no el artilugio o el simulacro que sólo deslumbra a los incautos.


(Temperley, Argentina, julio 11 de 1989).




Apocalipsis de la Rosa es un pequeño libro cautivante. Por la grandeza de su inspiración, por la sorpresa de las imágenes que siempre tienen un gran poder y actúan dentro de lo impredecible, permanecemos bajo su bello suspenso, desconcertados, felices, al borde del abismo... ¡Su poesía fuerza la intimidad de los dioses!


(Le Lyaumont, France, marzo 6 de 1990).






Donde la memoria imagina y la imaginación memoriza... Donde el sueño vigila y la vigilia es ensoñación hasta en el despojamiento mismo de las imágenes, Gonzalo Márquez Cristo existe con nosotros en la duración de su poema, desnudando los instantes, llevándolos más vivos a ese plano que quiebra todo espejo para saltar al vacío. Un vacío, quizás, más pleno. Apocalipsis de la Rosa... pero ¿de cuál rosa? ¿La nueva infinitamente ausente de todo ramo? ¿O, más bien, la que vuelve a abrirse presente a un mundo donde sólo lo misterioso existe?


(Caracas, Venezuela, marzo 11 de 1990)


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El riesgo del enigma


Apocalipsis de la rosa significa, y mucho. No sólo por las incursiones en el misterio y en los abismos, siempre peligrosas, sino también por el tono noble y la conversión de los contrarios, tantas veces armónicamente feliz.
(Buenos Aires, Argentina, marzo 20 de 1990)




El deslinde del silencio
Por Jorge Rodríguez Padrón
La poesía de Apocalipsis de la Rosa es tan densa y desnuda a la vez... Una rara mezcla; porque también hay en ella un tono patético contrarrestado con una doblez sabia (no creo que irónica, pero se le acerca mucho); porque es poesía que parece enseñarnos (desde un eco moral) y, sin embargo, nos pone delante la imagen de alguien que, dubitativo y tambaleante, pide ayuda y comprensión al lector, al tiempo que le hace volverse sobre sí, y pensar si es capaz de tanto, siendo –como allí se ve– él mismo un menesteroso de sabiduría... Curiosa y satisfactoria mezcla. Desbordamiento y contención extrema.
(Madrid, España, abril 30 de 1992)




La última rosa
El hermoso libro Apocalipsis de la Rosa ha de alumbrar tu camino. Una sola rosa vale por toda la Tierra. Por lo demás, la rosa, como la luna, no fue casi mencionada en este siglo que termina, señal acaso de que la contemplación ya no existía. No lo habían siquiera supuesto los mejores poetas de la Dinastía Tang... y tantos otros. Tu invocación de la rosa insinúa la reivindicación de la antigua mirada. Sólo me queda alentar los futuros hallazgos de tu poesía.
(Lisboa, Portugal, Julio 9 de 1992).




La rosa que renace
Es muy difícil –porque se corre el riesgo de simplificar o falsificar procesos más complejos de lo que parecen– es­tablecer líneas poéticas dentro de una exclusiva tradición nacional, cuando se habla de un determinado país lati­noamericano. Y esto porque, a menudo, las lecturas que van formando a un escritor proceden más de afuera –en términos de espacio, de tiempo y de idioma– que de la propia tierra. Ocurre también, empero, que el gran poeta, que deja huellas indelebles más allá de las fronteras na­cionales, encuentre una mayor cantidad de adeptos (y también de imitadores) en el propio país. Es el caso de Vallejo en el Perú, de López Velarde en México, de Silva en Colombia.
Decía Cobo Borda que Silva “es la referencia ineludible de cualquier aproximación a la poesía colombiana del siglo XX (1).” Y bien, al leer Apocalipsis de la rosa, de Gonzalo Márquez Cristo, libro sorprendentemente madu­ro considerando la juventud del autor (n. 1963), y apenas se entra en contacto con su profunda raíz simbolista, sur­ge espontáneamente la evocación de dos poetas colom­bianos que confluyen precisamente en Silva; así: de Mu­tis, Márquez Cristo asume la disquisición filosófica a través de metáforas encadenadas. De Aurelio Arturo (aunque se trate de una poesía substancialmente distinta) hay un eco en la teoría poética (las palabras caían de los árboles) y en ciertas referencias (el regreso es apenas el sueño de los ríos). Pero Silva es el ancestro: la nocturni­dad, la música, el fluir del sentimiento misterioso, el sueño.
Por otra parte, la red simbólica que se va tejiendo en el li­bro de poema en poema denuncia la lectura de cierta poesía inglesa, sin duda Dylan Thornas, mucho más Yeats y acaso también Eliot: ya sea por las alusiones mi­tológicas que por las referencias esotéricas, a veces os­curas y hasta difícilmente descifrables, como por la crea­ción de un código hermético que busca la exclusiva complicidad de quien sea o aspire a ser un iniciado.
Como poesía de iniciación, en efecto, se nos propone desde el título Apocalipsis de la rosa donde el sentido eti­mológico revelación [del misterio] de la rosa puede transformarse (por extensión del uso de “apocalipsis”) en “desastre” o “catástrofe” o “destrucción” de la rosa, en la cual así mismo está implícita su reconstrucción. Y esto por dos motivos: primero, porque todo Apocalipsis impli­ca (al menos) una segunda cosmogonía; segundo, por­que la rosa misma es símbolo de regeneración.
Cuenta Borges que un joven de apreciables recursos económicos se presentó ante Paracelso para ofrecerle cuanto poseía a cambio de su iniciación en los secretos de la ciencia y de la magia (o de la alquimia). Con una condición: en pago de su devoción y de su entero patri­monio, el joven pedía una prueba inmediata del poder de Paracelso. Paracelso se niega. Una rosa es arrojada al fuego del humilde hogar. El joven exige que la rosa sea reconstruida a partir de sus propias cenizas. Paracelso se niega. No hay pruebas, no hay nada que probar. El joven desconsolado retira su generosa oferta y se va. Apenas se queda solo, Paracelso se concentra sobre el despojo de ceniza y la rosa, reconstruida, vuelve a resplandecer (2).
No obstante la promesa del título, el sistema simbólico de Márquez Cristo tiene su centro, no en la rosa, es decir en el elemento regenerativo, sino en el fuego, el elemento destructivo. La composición que cierra el libro es un largo y complejo poema que se llama, significativamente El Le­gado del Fuego, y que canta a la obra purificadora de la muerte: pródiga es la tumba. Al entrar en la vida perde­mos algo precioso: la participación en la Unidad misterio­sa y total. Los ritos mistéricos nos inician en la recupera­ción de esa experiencia. Dice nuestro poeta:


Y Lázaro
–amigo de la muerte­–
enseña que nacer
es despojar a la memoria.


Considerado a la luz de estas reflexiones, adquiere pleno sentido el epígrafe de René Char al comienzo del libro: ¿Modelar en el Apocalipsis, no es lo que hacemos cada noche sobre un rostro encarnizado en morir? La pre­gunta queda sin respuesta, naturalmente. Paracelso se negaba a dar pruebas del poder que efectivamente po­seía. En el código hermético el iniciado no recibe res­puestas confortantes. El misterio en el que debe apren­der a abandonarse es un abismo aterrador. Y sin embargo... todas las respuestas están ahí, para quien se­pa leerlas. El que tiene oídos que oiga, dice Jesús.
El fuego es símbolo ambivalente: tiene un aspecto des­tructivo, pero al mismo tiempo es el motor de la regenera­ción. En los ritos iniciáticos de muerte y renacimiento, el fuego se asocia a su principio antagonista, el agua, y se representan respectivamente con un triángulo isósceles ascendente y uno descendente (fuego = r, agua = s). Según una tradición iniciática Peul, el fuego es del cielo porque sube, mientras que el agua es de la tierra porque baja en forma de lluvia. El agua es de origen celeste y destino terreno; el fuego de origen terreno y destino ce­leste. El Verbo original es celeste, pero para que la pala­bra llegue al hombre debe encarnar primero en lo terrestre: la historia del fuego es cantada por el agua, dice Márquez Cristo; y en el verso se encuentran también los conceptos del Tiempo incesante (fuego) y del tiempo que transcurre (agua). El fuego representa la ascensión, la es­piritualización, “la purificación de la manera más espiri­tual, a través de la luz y de la verdad; el agua representa la purificación (a través de) la bondad (3).
Los Ahogados de la Lluvia de Márquez Cristo parecen haber quedado a mitad en el camino de la iniciación: Una efímera gaviota de luz en la retina / para quienes han sido trabajados por el agua. Los ahogados son los que perecieron en la búsqueda: la lluvia salda sus deudas, con ellos, tal una reafirmación de la inviolabilidad de lo desconocido y una misteriosa cancelación.
Lo importante, nos dice el poeta, es la búsqueda, no el re­sultado; lo importante es persistir en la pregunta: sólo el vacío puede detenerme: /inventor del alma feliz. En el despojamiento y en la anulación de la identidad se recu­pera aquella gozosa integración en la Unidad primordial.
Digamos ya que lo que Márquez Cristo va buscando a través de todo el libro y lo que va desmadejando a través de oscuros símbolos y metáforas entrecruzadas es for­mular lo que el estudioso de mística Elémire Zolla ha llamado experiencia metafísica (4), experiencia exhaustiva de la Unidad estática (5), vértigo donde el todo y la nada se fusionan(6).
El objeto de su búsqueda, entonces, nos lo confirma en la alianza con los poetas colombianos que sugerimos al principio.
De poema en poema Márquez Cristo va creando en el lector una zozobra que es la de su misma búsqueda. Y ella parece obedecer a una doble razón: a la dificultad pa­ra encontrar el medio expresivo adecuado y a las vacila­ciones de la fe. El medio más adecuado sería en realidad la suspensión del signo, es decir, el silencio, y el poeta lo intuye, como bien sabe que toda desnudez verdadera es invisible. El libro que estamos leyendo es un recorrido místico pero en él, como en un vía crucis, la fe vacila va­rias veces. ¿Apocalipsis de la rosa significa revela­ción o aniquilación? A veces parece que unamuniana­mente nuestro poeta se aferrara al gesto (a la máscara) del que cree para no sucumbir al colapso de la fe, que de todos modos ya se ha verificado. Dice en Los Dioses Inútiles:


Olvidaste la respuesta
para persistir en el camino.
Entre auroras ilegibles
te vendas y sigues esperando.


A veces lo más cercano es la desesperación: el adiós que no termina; expresión de ella es el hermoso poema Maldición de los Andróginos. Pero en el conjunto del li­bro, los claros de inspiración se abren y condensan en un lenguaje arduo, justo, incluso diríamos, necesario. Y en ese claro se siente arder el fuego, principio creador y acti­vo, cambiante y siempre nuevo. El poeta lo sabe, lo de­clara y heroicamente se abandona a la incógnita, de las transmutaciones:


Aquí lo único nuevo es el fuego,
pero si tejes sangre
o enseñas el linaje del gemido
existirá quien diga
una sola vez adiós.


Y el milagro será siempre posible:


Hoy el fuego se acuerda de la rosa.
(Florencia, Italia, 1990)




(1) Juan Gustavo Cobo Borda, Poesía Colombiana, Universidad de Antioquia, Medellín, 1987, P. 17.
(6) Ibidem, p.20.
(2) Jorge Luis Borges, "La rosa de Paracelso", en 25 de agosto de 1983 y otros cuentos, Ediciones Siruela, Madrid, 1983.
(3) Paul Diel, Le symbolisme dans la mythologie grecque, prefacio de Gaston Bachelard, París, 1966, pp. 37‑38.
(4) Elémire Zolla, Archetipi Marsilio, Venezia, 1988, pp. 7‑44.
(5) Ibidem, p.40.




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