El comercio de la traición - Columna

Por Gonzalo Márquez Cristo
Si el siglo XX fue denominado por Camus el siglo del miedo y en el famoso tango de Santos Discépolo (“Cambalache”) fue descrito como una edad de valores alterados, de absurdas convicciones invertidas, el XXI se vislumbra como el tiempo que comercia con la traición, que mercadea con el sufrimiento, la miseria y la fatalidad, que se ha lucrado de nuestra degradación planetaria.
Le hemos puesto precio a nuestro limo interior, al excremento moral, a nuestra catástrofe metafísica, a nuestra devastación. La truculencia, lo monstruoso, lo criminal se ha convertido en una rica veta de oro. Y si el siglo pasado inventó en los campos de exterminio crueldades inimaginables, nosotros pondremos en venta todos los tristes jardines de nuestras miserias y pagaremos profusamente lo más oprobioso de nuestra condición “inhumana”. Auschwitz, Treblinka y Hiroshima serán en el futuro más visitados que Magic Kingdom y más admirados que el Partenón o la Venus de Milo, y nada saldrá ileso de la nefasta transvaloración que globalmente ha sido emprendida.
En el Círculo Noveno del Infierno de La Divina comedia, y para ser más exactos, en el recinto donde el castigo es insuperable, el gran poeta Dante Alighieri condenó a quienes habían cometido el acto más ruin imaginado por el hombre: la traición, cuyas penas variaban desde permanecer inmersos en el hielo (castigo para los traidores a sus parientes, a la patria y a sus huéspedes), hasta ser masticados por Lucifer, ese monstruo pintorescamente soñado por el florentino con tres cabezas y seis alas; quien torturaba incesante a Judas, a Bruto y a Casio entre sus sendas fauces. En tanto, para el oscuro “hombre” de nuestra contemporaneidad, la traición se ha convertido en una rentable mercancía, y permanentemente estimulan esa opción entre nosotros con el fin de honrar al dios Oro, al único al que seguimos construyendo templos en todas las ciudades del orbe.
Lo que revestía de gravedad y en ocasiones era tabú para las tribus, lo que consideraban inmoral o pecado irredimible los espíritus religiosos, lo que era interdicto en todas las culturas de la Tierra, se ha convertido hoy casi en altruismo, y es así como intentamos devastar todas las lealtades, y como la traición se mercadea en las esquinas y goza de un prestigio inédito, a veces redentor. El artilugio de la delación tan implementado en el oeste norteamericano se generalizó, y el furtivo vaquero para quien los alguaciles ofrecían en carteles recompensas bajo el clásico letrero: “se busca”, es un sombrío y perseguido protagonista de la contemporaneidad. En una película de Sergio Leone, emblemática dentro del género Western, leemos al comenzar las inolvidables palabras. “cuando la vida no valía nada la muerte a veces tenía un precio”; y es importante ahora constatar, que para que la vida no valiera nada hicimos extraordinarios esfuerzos, rebasamos todos los límites, tantos que la muerte goza de los mejores precios, comenzando por la guerra que genera un tráfico desmesurado de armas, por las pandemias que lucran a los criminales laboratorios de medicamentos y, desde luego, por la traición.
Y lo más funesto es que no sólo reivindicamos la delación o el espionaje al interior de las organizaciones delictivas, como se proponen los estados en su supuesta lucha contra el crimen, sino que el ardid es festejado como artificio de enriquecimiento, y como si no fuera suficiente: toda penetración en la intimidad de las vidas privadas, toda vulneración de nuestro secreto vital ha adquirido un excesivo precio en metálico. La intimidad es expuesta, los paparazzis pululan, la industria del chisme prospera, nuestra vida personal ha sido ávidamente comercializada, la humillación fue convertida en espectáculo. Los estados, sus organismos y la estructura televisiva nos animan a traicionar, y ya vemos que este verbo tan repudiado por nuestros antepasados hoy ha adquirido connotaciones casi caritativas.
La lealtad, que es una forma de amparar el secreto esencial de la existencia, y todas las reservas impuestas, son blanco de una guerra sin precedentes. Le hemos dado la vuelta a la espiral soñada por Dante y los traidores ya no padecen los dientes afilados de Lucifer sino que, al menos en teoría, gozan de un paraíso donde la fortuna está garantizada y donde pueden incluso cambiar de identidad, iniciar en otra patria una vida próspera, volver a nacer aboliendo su prontuario de crímenes.
Una cultura que estimula la traición en todos los órdenes, no sólo en la estructura delincuencial, sino también en la cotidianidad del melodrama y los concursos televisivos, instándonos a degradar la amistad y el amor, y a vender su noble raigambre, es una cultura derruida. La sociedad remplazó sus principios por fines infames. El “secreto” que en tiempos sublimes tenía valor por ser celosamente conservado y valía por el coraje de aquellas personas que lo protegían –como ocurría entre los miembros de la Resistencia para nombrar un ejemplo categórico–, ahora bajo la orfandad moral, vale siempre y cuando pueda vulnerarse. El silencio ha sido violentado, su poder de alianza fue envilecido por los comerciantes de estiércol, por los traficantes de nuestras heridas.
Hemos visto la propaganda que alienta a traicionar a los jefes de columnas guerrilleras, a míticos bandoleros y a los líderes de grupos armados donde se ofrecen millonarias sumas; contradictoria filosofía para combatir la infamia, donde se esgrime la delación como filantropía. También espacios televisivos que mercadean la miseria de los ingenuos participantes, llevándolos a revelar su intimidad, obligándolos a vender a sus familiares y amigos por un puñado de dólares. En forma sistemática nos obligan a delatar y a traicionarnos. Caminamos sobre una cuerda floja ética. Suponen que el crimen se torna positivo al ingresar a un cotizado comercio y a su extendido festejo social. El lema de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad, se encuentra en peligro, no sólo en sus dos primeros postulados –como todos sabemos–, sino también en lo relativo a la hermandad entre los habitantes del planeta, pues ésta aborrecible cultura nos impone una “cainización” del mundo, la peligrosa y totalizante vindicación de Judas.
Asombrosamente y sin reparos lo hemos vendido todo a cambio de un espejismo. A nuestros amigos. Nuestros líderes. Nuestros hermanos. Nuestra desnudez. Nuestra patria. Nuestra tribu. Nuestras ideologías. Nuestra lengua. Nuestros dioses. Nuestra intimidad y, terriblemente, nuestra angustia y nuestra miseria. Las cloacas y las psicopatías más repulsivas encuentran sus avezados agentes en este sistema que se reinventa en su inmundicia. Lo más sórdido se comercia en todas partes y el reino de la fraternidad se ha vuelto inencontrable.
La traición es nuestra fe, la delación nuestra creencia. La subasta de la ignominia no se detendrá porque el hombre ha emprendido su exilio sin retorno. ¿Cuál es ésta nueva y denigrante creatura que hoy puebla la Tierra?